Los que celebran y los que no, cuando escuchan ¡Shaná Tová! o ¡Jatimá Tová!, esos deseos como el shofar despiertan en la memoria activa o pasiva lo compartido en familia y comunidad.

 

Bien sabia es la frase en idish que dice que “la sangre no se hace agua y así el cordón umbilical de la tradición siguió y sigue alimentando a la descendencia”. Más allá de sus voluntades hay una fuerza superior, una historia a la que pertenecen, que los llama a sumarse a recordar y celebrar. Estén donde estén los judíos sienten en sus almas una necesidad de balance, un replanteo, un autoanálisis de su pertenencia, una melancolía de lo vivido en su hogar, del recuerdo de las costumbres practicadas en sus hogares, de palabras, de comidas, de rezos de aquellos ausentes para siempre.

 

Para los que van al templo como los que no, tanto en Rosh Hashaná como en Iom Kipur hay balance, los portones del cielo se abren para todos, está el deseo de ser inscriptos en el Libro de la Vida, que nuestra ética y conducta se sumen a la cuenta de nuestras buenas acciones.