tierra a la esperanza. Dicho de otro modo, no es posible ser judío sin esperanza. El judío se puede “desesperar”, pero no “desesperanzar”. Abandonar el vínculo esperanzador es negar nuestra identidad. Cuando no habitamos nuestra propia tierra, decidimos no abandonar las memorias. Sión nunca representó una vaga evocación de un pasado distante, sino que – como dijo A. J. Heschel – “se transformó en una presencia en nuestra vida. Dondequiera que viviéramos, el cielo estaba sobre nosotros y Jerusalén frente a nosotros”.
La destrucción de Jerusalén en el año 70 es el comienzo de la historia de la angustia. La angustia es una zona vertiginosa de nuestro espíritu. Como si el tiempo se hubiese detenido, el vértigo que produce toda calamidad fue interpretado en el pensamiento judío como una secuela de la destrucción de Jerusalén. Como una angustia que no cesa, en nuestras plegarias seguimos sollozando por lo acontecido en el año 70. Y se hubiese superado si la separación con la Tierra de Israel se aceptara como definitiva. Pero si así hubiese sido, no existiría la esperanza ni
lo judío. El sionismo es un movimiento que tiene como objetivo superar la angustia. No es el psicoanálisis. Es el sionismo.
Nunca viví al sionismo como un movimiento político. Lo percibo como un concepto teológico. Como el retorno a nuestro refugio en el desamparo del mundo. Como un camino hacia una tierra sagrada en el que reafirmo un proyecto sagrado, heredero del mandato bíblico que se esclarece en la aspiración de David Ben Gurión y también de Menajem Beguin. “Testimonio”, “Acto Sagrado” y “Tierra Sagrada” conforman una tríada en la que se asienta la esperanza, no como espera pasiva, sino como acción comprometida, en la que, al decir de Amos Oz, se inspira en un libro, pero como una suerte de profecía materializada en una comunidad real que se gobierna a sí misma y que toma decisiones, desde triviales hasta trascendentales. O sea, “una comunidad donde la ley de la tierra exprese valores judíos inspirados por los jueces y los sabios judíos; donde el lenguaje de la tierra sea el de sus fuentes – el hebreo – hablado no solo por eruditos, sino por poetas,