Por Rab Daniel Goldman
Es difícil entender en su completud el vínculo invulnerable que une lo judío con la Tierra de Israel. Aunque suene tautológico, conceptualmente es de un lazo que no puede conceptualizarse, porque trasciende el entendimiento. Es insondable; supera la geografía. Es de una familiaridad tal que trasciende cualquier cronología.
A lo largo de la historia, la gente debió mudarse de un país a otro y abandonó el recuerdo de sus antiguos hogares. Pero no es el caso de lo judío. En todo recuerdo judío, la distancia territorial siempre estuvo norteada hacia Sión. Porque
siempre hemos vivido en diálogo con Sión.
Aunque contradiga la idea bíblica de Caín, el concepto de exilio está vinculado a una interrupción que no es eterna. Porque se asienta en el anhelo de volver, de pretender retornar. Por lo tanto, es temporal, aunque los períodos de la historia sean muy extensos. Si no se está sujeto a la idea de retorno, no hay exilio. El exilio es el preludio a un regreso porque, en definitiva, es un término relacional: “Uno es exiliado de, y en esta relación siempre se pretende volver”.
A.B. Yehoshua explicó que, cuando se abandona la significación del exilio, se produce el desapego. El “desapego” refiere de manera existencial al abandono y al quiebre con el lugar geográfico. En este sentido, me permito pensar que, en términos judíos, salvo que uno retorne a la tierra, “cuando se abandona el exilio, se abandona la esperanza”; nuestra esperanza añade “dos mil años” de exilio, según Naftalí Herz Zimber en su poema Hatikva.
Posiblemente, sea la esperanza lo que nos ligó a la tierra; y no la