(Por Alejandro Mellincovsky – Director para Países de Habla Hispana de Idud Aliá en la Organización Sionista Mundial)
El Pueblo Judío tuvo en su historia dos momentos cruciales en los que pasó de la anomalía a la normalización.
Dos momentos con procesos similares de unión en su tierra, separados por tres mil años de diferencia, pero con un común denominador a ambos: el código de ética que los judíos se impusieron a sí mismos.
Estos momentos fueron la creación del Reino unificado de Israel y el logro del movimiento sionista, el Estado de Israel.
En el siglo XII antes de la era común, el Pueblo Judío no era denominado como tal, sino que eran los Hijos de Israel, ya que se
trataba de los descendientes de Yakov el patriarca, quien cambió su nombre a Israel. La descendencia de sus 12 hijos los mantuvo organizados en forma tribal, y así se asentaron en la Tierra de Israel.
Según el Tanaj, esa estructura se mantuvo en Egipto, mientras deambulaban por el desierto y en la reorganización en la Tierra de Israel, consolidada en su máxima representación en la época de los jueces, surgidos cada uno de su tribu, gobernándola. Pero llegó el momento en que los Hijos de Israel querían un gobierno unificado, por lo que le solicitaron al Profeta Samuel, quien también era el último de los Jueces, tener un Rey “como todos los pueblos”.
Como un chico que quiere un juguete porque lo tienen sus amigos, el pueblo pidió un Rey. Sin rechazarlo, Samuel comprendió la situación de los pueblos circundantes y el deseo del suyo, entendiendo que la realidad es ineludible. Fue en ese momento cuando pronunció uno de los más maravillosos discursos de justicia social en la historia de la humanidad: el Mishpat Hamelej, producto de haber