propuesto salir de Egipto, ni mucho menos recibir la Ley.
El pacto que leemos en estos días de cierre del año y que aparece sobre el final del texto de la Torá es completamente distinto. En un formato que destaca por lo inclusivo, Moisés invoca en el texto a hombres y mujeres, ancianos y niños, desde los príncipes hasta el aguatero y el leñador. “Todos estamos presentes”: los que están y los que no están. Es un pacto transgeneracional, sin diferencias por clases sociales, ni género, ni etaria.
Y la diferencia con los pactos anteriores es que no es Dios el que propone el pacto. Desde ahora, la iniciativa del devenir de la historia deja de estar en los cielos, para pasar a nuestras manos. El pacto debe darse en y desde nosotros. Es el fin de la niñez espiritual, y el paso a la madurez. Es el fin de una relación casi aniñada con Dios, con la vida o con el Universo.
En muchas ocasiones, nuestros rezos suelen repartirse entre pedidos y agradecimientos. Pedimos que Dios, el mundo o la vida resuelva, cambie, mejore,
o traiga lo que necesitamos. Pedimos por la paz, por los amigos, por el trabajo, por la familia. Luego, si esos pedidos llegan, agradecemos. Pero si no llegan, comienza la desconfianza, la duda y la pérdida de la fe.
La fe no es esperar a que Dios aparezca y cambie las cosas. La fe real radica en aprender que es Dios el que está esperando que nosotros las cambiemos.
El nuevo pacto exige madurez espiritual. Un pacto con nuestra alma, que nos haga dejar de esperar que las soluciones lleguen desde afuera. En este último pacto se nos transfiere el compromiso. A partir de ahora la iniciativa es humana y somos nosotros los que tenemos que liderar cualquier cambio. Ya no se trata de quedarnos esperando a que Dios haga lo que necesitamos, sino comprender que es Dios el que está esperando por nosotros.
Esa misma idea de traspaso de iniciativa es la que logrará que el año cambie, si la aplicamos en nuestras relaciones cotidianas. Implica empezar a hacer nosotros aquello que estamos