(Por el Rabino Alejandro Avruj – Rab de la Com. Amijai y Vpdte. de la Asamblea Rabínica Latinoamericana del Movimiento Masorti)
Dijo Winston Churchill: “Un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y que tampoco quiere cambiar de tema”.
Fanáticos y admiradores de nuestro propio ego, poseedores sistemáticos de la razón, nos cuesta cambiar de opinión, y más aún, de tema. Pero lo que más cuesta cambiar, sin dudas, es cambiar.
En cada Rosh Hashaná, en cada renovación de ciclo del tiempo, solemos pedir por un año distinto. Pedimos que cambie la suerte, o la vida. Esperamos cambios, pero más que nada en el afuera: en la política, en la economía, en actitudes de amigos, en respuestas de los hijos o en iniciativas de los
amores. Sin embargo, para que el mundo comience un nuevo viaje alrededor del sol, la renovación y el cambio exige un pacto. Un pacto honesto y transparente con nuestra alma.
En el final de su vida, Moisés propone un último pacto. La Torá hasta ese momento nos había traído tres diferentes pactos. El primero es el de Dios con Noé una vez pasado el diluvio. En Noé, como representante de toda la humanidad, se celebra el pacto de respeto a la vida entre los seres humanos. El segundo pacto es con el patriarca Abraham, el pacto de la fe. Nace la revolución monoteísta, que 4000 años después de Abraham ha alcanzado a la mayor parte de la humanidad en una diversa gama de formas de conectarse con el Misterio. El tercer pacto es en el Sinaí con Moisés. En la entrega de la Torá, Dios propone la construcción de un modelo de sociedad basado en la ética y en un código de valores morales y espirituales. El punto en común en los tres relatos es que es siempre Dios el que propone el pacto. Noé no buscó comenzar un mundo nuevo. Abraham no pidió ser elegido. Y los israelitas tampoco se habían